ANULACION DE LA SEXUALIDAD FEMENINA A TRAVES DEL MARIANISMO
El Patriarcado en
Hispanoamérica cobra una expresión particular en el “machismo.” Un
fenómeno paralelo y complementario se gestó en el seno en la
comunidad femenina, como contraparte del patriarcado y sexismos
existentes desde la sociedad colonial, fenómeno que algunas
estudiosas del tema han denominado “marianismo”, y aunque fue
históricamente la otra cara de la moneda, es decir, la adecuación de
las mujeres a la sociedad dominada por los hombres.
Según Stevens (
1973:91), el marianismo nace justamente en la colonia como una forma
de “convenio recíproco”, por el que las mujeres influenciadas por la
ideología religiosa, la moralidad pacata y represiva de la época, y
la reducción de sus posibilidades de participación equitativa en su
medio, construyeron, a partir de la imagen mítica de la Virgen
María, un sistema de ideas y comportamientos que intentaron
recuperar la mujeres el respeto y al consideración que el
patriarcado les había negado.
Ya que las mujeres
no podía reivindicar abiertamente patrones femeninos que
representasen un nivel de cultura, de poder público o de valor
bélico, se produjo entonces una reivindicación de las mujeres a
partir de su identificación con la figura mítica y mágica de la
Virgen, enraizada en el subconsciente de los pueblos colonizados por
España como la imagen de la mujer por excelencia.
Se trata de una
“mujer madre doliente” que curiosamente es, al mismo tiempo, la
representación de la pureza y de la castidad, pues – según la
mitología católica- a pesar de haber concebido un hijo no perdió la
virginidad y siguió considerándose pura.
Como dice Saira Ary
( El Marianismo como culto de la superioridad espiritual de la mujer
) “Las mujeres, como herederas de María semidivinizada, tomada como
modelo de sumisión, pureza y sufrimiento, so aparentemente
revalorizadas y consideradas, simbólicamente, como salvadoras de la
sociedad en cuanto a ser protagonistas en el papel idealizado de
madres, dentro de un marco de la familia sacramentada ( en realidad,
del matrimonio visto como un mal, un pecado “venial”).
El marianismo fue,
pues, la idea – fuerza que permitió que las mujeres de
Hispanoamérica se sintiesen representadas por una imagen mítica que
las superaba, que las rebasaba y que las dignificaba, María no hizo
en vida ninguna cosa extraordinaria, más que haber sido elegida para
llevar n su vientre al hijo de Dios; sin embargo, se supone que, por
dicha circunstancia, pasó a ser una mujer excepcional, aunque su
excepcionalidad conllevara implícitamente la anulación de la
sexualidad femenina. Repudiada, desvalorizada y reprimida por el
orden social vigente y en especial por la Iglesia.
Fenómeno ideológico
complejo, el marianismo se asentó en una serie de conceptos
religiosos inculcados a las mujeres desde épocas remotas, uno de los
cuales era precisamente “el sufrimiento”. Se supone que la vida de
las mujeres está atada al sufrimiento desde la cuna. Ellas nacen
predestinadas para el servicio de los hombres y para la dependencia.
Son quienes forjan en el hijo al futuro dominador y terminan ellas
mismas siendo sus propias víctimas. De este modo, a lo largo de la
historia, el dolor y el servicio a los demás terminan siendo
cualidades propias de lo femenino. Pero la mujer troca en fortaleza
el sufrimiento, manipulando consciente o inconscientemente el
sentimiento de la maternidad y convirtiendo en trinchera de poder la
capacidad exclusiva de su género: la capacidad de ser madre, de
parir y amamantar a los hijos. Y puesto que todo hombre viene de
mujer, tiene en su recuerdo la relación materna como su primera
relación con el mundo. La mujer, entonces, utiliza este recuerdo, lo
acrece y se impone al hombre exigiendo el reconocimiento de aquella
su “deuda universal” – la de haber recibido de una mujer el don de
la vida – y, también, su capacidad de sacrificio, de sufrimiento de
entrega. Y es allí donde su imagen materna se confunde con la imagen
de la Virgen, cuya visión más difundida es la de una madre dolorosa,
que recibe en brazos el cadáver de su hijo amado.
Desde luego, el
marianismo, al convertirse en el único y estrecho camino hacia el
reconocimiento de la identidad femenina, era sustancialmente una
trampa contra la feminidad. La mujer perdió, así toda identidad
independiente de sus funciones biológicas y paso a convertirse
fundamentalmente el la procreadora. Oficialmente ella era una madre
y, por tanto, sus atributos y méritos eran los que les habían
adjudicado la iglesia y la sociedad como gestora de hijos. Su
destino, sus goces, sus sufrimientos, sus deseos, estaban vinculados
intrínsecamente a su condición de madre. Y aquella que no llegaba a
procrear tenía un estatus socialmente degradado, pues era la
negación de la “feminidad”. Si era casada estéril, podía ser
repudiada por el marido, según un código consuetudinario, aplicando
en casi todas las sociedades antiguas en algunas modernas.
Si era una soltera
madura, se convertía en la burla de los demás, pues quedaba
transformada en un pobre ser, definido generalmente por su fanatismo
religioso, terminaba siendo motejada de beata o calificada,
despectivamente, como solterona. Al mismo tiempo, la mujer que,
habiendo preservado su virginidad, escogía el celibato y profesaba
en una orden religiosa, podía llegar a los altares. Gran paradoja de
la cristiandad: a la par que exaltaban la maternidad, sólo premiaban
con palmas de gloria a las mujeres que renunciaban a ella.
Sin embargo, la
exaltación ideológica de la maternidad nunca se desarrolló, en la
sociedad patriarcal, de manera paralela a una real preocupación por
el bienestar de las madres, a la investigación médica y científica
sobre los diferentes aspectos de la maternidad, a la prevención y
curación de enfermedades o peligros relacionados con el proceso de
la concepción, y a la disminución de la mortalidad materna. El acto
de parir era un acto mirado con total despreocupación por la
sociedad en su conjunto. Apenas sí competía a las mujeres de la casa
su participación solidaria en tales efectos y cuando mas a la
atención de la mujer especializada por su larga experiencia en tales
menesteres.
Empero, el
marianismo no podría entenderse al margen de un fenómeno cultural
mucho más amplio, generado por la concepción cristiana de la vida.
La existencia de toda una “cultura del sufrimiento “que considera
pecaminoso y nocivo todo placer, por más inocente que éste fuese, y
que reprimía y reprime sistemáticamente cualquier alegría del
espíritu o satisfacción de los sentidos. Por el contrario, el modelo
de vida a seguir esta identificado con el dolor y el sufrimiento
vistos como elementos de purificación espiritual y aproximación a la
divinidad.
Sobre el mar de
fondo de esta cultura de la represión del placer y de la exaltación
del sufrimiento, los modelos de comportamiento femenino exaltados
socialmente en la colonia serán las mujeres que se marginen de la
vida pública y familiar, las que se inmolen y sacrifiquen en nombre
de Dios, las que se autoflagelen y martiricen su carne, las que se
allanen a cualquier ofensa, mandato, dolor o sacrificio en aras de
una idea mística; las que se entreguen ala vida monástica o al
ascetismo , renunciando al amor de pareja, la sexualidad, a los
hijos y a la familia. El ejemplo más preclaro de esto, durante la
etapa colonial, fue el de Mariana de Jesús Paredes, la futura santa
quiteña, quien se convirtió en paradigma de las mujeres de la
Audiencia.
Jenny Londoño
Historiadora Ecuatoriana
Grupo País Canela
paiscanela@yahoo.es
ANULACION DE LA SEXUALIDAD FEMENINA Y EXALTACION DE LA MATERNIDAD.
La historia de la Iglesia está profundamente
vinculada al rechazo y degradación de la sexualidad humana, en
general, y de la sexualidad femenina, en particular. Y ello ocurrió
no sólo porque algunos de sus patriarcas originales fueron
decididamente misóginos, sino porque el paso del cristianismo
primitivo a la institucionaldidad eclesial requería del
establecimiento de normas rígidas, que garantizasen y preservasen la
supervivencia de la Iglesia, sus jerarquías y bienes.
Obviamente, La Iglesia desarrolló nuevas y
complejas tesis teológicas que justificasen la represión de la
sexualidad femenina. A esta perspectiva contribuyó mucho el
pensamiento de San Agustín, quien, como lo refiere Keneth L.
Woodward, “antes de su conversión adquirió profundas experiencias de
los placeres pasajeros de la carne (lo que le permitió) enseñar más
tarde que la relación sexual era el medio por el cual el pecado
original se transmite de generación en generación. Lo que hoy parece
claro es que para los padres de la Iglesia se trataba menos de
establecer la identificación de sexo y pecado que la identificación
positiva de santidad y virginidad. Su cristianismo estaba imbuido de
neoplatonismo, que veía en el cuerpo un apéndice díscolo, al que
había que someter a fin de liberar la vida superior del intelecto y
del espíritu. Agustín, que sabía de qué estaba hablando, señaló la
incapacidad de los varones para provocar deliberadamente una
erección en el momento deseado y la incapacidad de reprimirla en un
momento inoportuno como prueba cómica de que el cuerpo del hombre no
es digno de confianza como siervo de la Voluntad. ( Keneth L.
Woodward: “La Fabricación de los santos”.)
Era evidente, para los patriarcas de la
Iglesia, que quienes disparaban aquellos útiles mecanismos del sexo
y quienes exacerbaban los deseos masculinos eran las mujeres. N
otras palabras, las mujeres eran las responsables de los “pecados de
la carne” y, por tanto, era a ellas a quienes había que reprimir,
era la sexualidad femenina la que había que anular.
Paradójicamente, será a partir de esta
anulación simbólica de la sexualidad de las mujeres, que tiene su
mayor ejemplo mítico en la Virgen Maria, que la ideología colonial
les permite a éstas reclamar para sí el respeto que se merecen como
seres humanos. Esta imagen femenina está, además, relacionada
profundamente con el dolor,
Con el sufrimiento que según la Biblia – ya
desde los orígenes, le fue impuesto a la mujer que tenía acceso
carnal con el varón, como consecuencia directa de la maldición
divina lanzada cuando Adán y Eva eran arrojados del paraíso:
“Parirás tus hijos con dolor”.
La maternidad pasa a suplantar, entonces ese
vacío de identidad de la mujer. Ser madre se convierte en ser mujer,
y se confunde su rol con la tarea específica de procrear hijos, se
le adjudican a la mujer los apelativos o características que según
el cristianismo debe poseer la madre: abnegación total, sacrificio
permanentemente, dependencia de su esposo, servicio a todos,
invisibilidad, anulación de su sexualidad como mujer y castración
ideológica respecto de su propio placer.
“En la sociedad mestiza… la madre es la columna
central sobre la cual, reposa la dominación masculina. Su misión
primordial consiste en velar por la continuidad de los valores de la
tradición. Ella es la imagen viva del sacrificio y del dolor que el
hombre macho venera… El poder de la madre, como reproductora del
orden opresivo en donde la sumisión de la mujer es fundamental, se
deja sentir en su relación con la nuera, que debe someterse a la
tradición y someterse al hombre. La madre se convierte así en la
garantía de que sus hijas e hijos aprenderán la lección de la
desigualdad sexual: Libertad de movimiento para el hombre,
represión y encierro para la mujer. Agresividad del varón y
pasividad de la mujer. Dominación masculina versus dependencia
femenina.
Jenny Londoño López
Historiadora Ecuatoriana.
Grupo País Canela
Paiscanela@yahoo.es
LOS DOGMAS BASADOS EN UNA CONCEPCION PATRIALCAL
El patriarcalismo fue uno de los elementos
constitutivos de la sociedad colonial hispanoamericana, una sociedad
en la que primaban a ultranza los valores de la autoridad de los
mayores, la jerarquización social que establecía rangos y castas, y
un modo de pensar y de vivir que se fundamentaba en la superioridad
masculina y la relegación de las mujeres en los diferentes ámbitos
de la vida social. Las instituciones fundamentales de esa sociedad
giraban en torno del poder masculino: la familia, la administración
colonial, la iglesia, la ecuación y las actividades económicas. Las
mujeres quedaron al margen del poder, al margen de la cosa pública y
aún perdieron el derecho al control de su cuerpo, de sus actividades
reproductivas, y al uso y cultivo de sus capacidades intelectuales.
Este sentido del poder lo describe así Graciela
Hierro: “Hablar del patriarcado es referirse al poder de dominancia
o control. Al control sobre la naturaleza, otros hombres y todas las
mujeres. Es hablar de la fuerza que suscita reverencia y admiración,
lo cual se traduce en la disposición a sacrificar todo con tal de
poseer el poder. Porque si alguien que reverencia el poder decide
extenderlo, el recurso que tiene es someterse al poder o crear uno
más fuerte que se le oponga. Esta es la moralidad del patriarcado”.
La Iglesia Católica, heredera de las
tradiciones judeo-cristianas, heredó también una posición
patriarcal, autoritaria, impositiva y beligerante, definida y
sustentada en el Viejo Testamento. Yahvéh era el Dios de la guerra,
a quien Moisés , conductor del pueblo israelita luego de la salida
de Egipto, canto así:
“Cantaré a Yahvéh, pues cubrió de gloría:
Precipitó en el mar caballos y jinetes…
Yahvé es un guerrero,…los carros del faraón y su ejército los ha
precipitado en el mar.
…Tu diestra, ¡Oh Yahvéh! Se engrandece por su fuerza, Tu diestra ¡Oh
Yahvé! Aplasta al enemigo; Por la grandeza de tu gloria derribas a
tus adversarios, desatas tu furor y los devoras como paja…”
Yahvéh es un dios irritable y vengativo, que
castiga y amenaza: “Si no me escucháis, ni no ponéis en práctica
todos estos mandamientos míos; Si menospreciáis mis leyes… os
enviaré el terror, la consunción, la fiebre, que apagan la vista y
agotan el aliento. Sembraré en balde vuestra semilla, pues serán
vuestros enemigos quienes se la comerán…”
Yahvéh, el dios sanguinario que pide
sacrificios, que ordena y castiga fieramente, tiene también en su
mira vengadora a la mujer. Es palpable su odio contra ella en la
fábula terrible de la creación de Eva a partir de la costilla de
Adán, en la s que son despojadas las mujeres de una de sus más
intrínsecas e indiscutibles funciones biológicas, la de la
maternidad. Su misoginia es explícita cuando convierte a la mujer en
la responsable de la pérdida del paraíso terrenal, debido a su
curiosidad y luego, en los mandatos y censuras contra ella,
contenidos en el Exodo. En uno de aquellos textos se señala, por
ejemplo, “No dejarás con vida de la hechicera”, norma que se hace
realidad siglos más tarde, cuando la inquisición persigue, tortura y
quema a cientos de mujeres, partiendo de la acusación de que eran
brujas o hechiceras y destruyendo siglos de tradición de los saberes
populares acumulados por las mujeres.
La ideología patriarcal impuso, a través de
siglos de violencia sobre la mujer, un sistema de ideas, valores y
costumbres a través de los cuales se consolidó su poder en la
sociedad. Poder que se expresa a través de la reproducción y la
paternidad. El hombre necesitaba la propiedad sobre el cuerpo de la
mujer. Solo de esta manera podía acceder a una paternidad segura.
Para obtener el control físico y psicológico sobre la mujer, el
hombre desarrolló todos los mecanismos de represión y violencia que
tuvo a su alcance; confinamiento en el hogar, represión de la
sexualidad, imposiciones de roles, castigo a la infidelidad,
relegando a un espacio privado y anónimo.
La familia patriarcal se estableció sobre estos principios y se
convirtió en el espacio donde los valores de la superioridad
masculina y la inferioridad femenina eran enseñados, de generación
en generación, y de manera paradójica y cruel, por las mismas
víctimas: las mujeres. A lo largo de los siglos, ellas fueron
desprovistas de su propia identidad y se les obligó a asumir una
identidad forzosa y falsa. La supuesta debilidad, volubilidad,
incapacidad para la abstracción, delicadeza, sumisión, tendencia al
sacrificio, pasividad sexual, no son más que características
forjadas, propias de una feminidad impuesta cultural y socialmente.
Paradójicamente, todos los efectos físicos y
síquicos sufridos por las mujeres, sometidas históricamente a una
minusvalía social e individual, fueron interpretadas erróneamente,
por el padre del psicoanálisis, Sigmund Freíd, quien desarrolló una
teoría sicológica, profundamente antifeminista, al considerar que el
origen de todas las frustaraciones de la mujer residía en lo que él
llamó “la envidia del pene”, sin darse cuenta que aquella envidia,
en realidad correspondía a un sentimiento de rechazo de una
identidad femenina impuesta forzosamente, que la convertía en un ser
inferior al hombre. Razón que llevó a muchas mujeres a detestar su
calidad de féminas y a sufrir a una escisión en su personalidad
síquica, el aceptar su condición biológica de mujer pero abominar de
lo que significaba ser mujer en la sociedad.
Jenny Londoño López
Historiadora Ecuatoriana
Grupo País Canela
paiscanela@yahoo.es
LA
MUJER, UNO DE LOS GRANDES OLVIDADOS DE LA HISTORIA
La mujer ha sido, tradicionalmente, uno de los grandes olvidados de
la historia. Puesto que ésta reseñaba los "grandes
acontecimientos de la humanidad" - guerras, conquistas
territoriales, luchas por el poder - regularmente hechos por los
hombres, desdeñaba paralelamente, por triviales, los asuntos
relacionados con la familia, el amor y la vida cotidiana,
tradicionalmente vinculados al género femenino.A su vez, los
prejuicios sobre la mujer marcaron un destino ominoso para el sexo
femenino. Asignándole la culpa del "pecado original", los grandes
teólogos de la Iglesia difundieron un conjunto de creencias que
sentaron las bases de la inferioridad social de la mujer. Según
ellos, las mujeres eran moralmente débiles y mentalmente inferiores
al hombre, resultaban particularmente inclinadas al mal y eran
vulnerables frente a las tentaciones del demonio. Siguiendo tal
lógica, estas características volvían necesario ubicarlas bajo la
tutela masculina, fuese del padre, el hermano, el esposo o el
sacerdote.
LAS CONCEPCIONES RELIGIOSAS: SUSTENTO DE LA INFERIORIDAD FEMENINA
Las relaciones entre la mujer y la Iglesia han
sido tradicionalmente estrechas, pues la mujer fue, desde épocas
antiguas , maleable y dúctil a las enseñanzas religiosas y a los
ritos y ceremonias de la iglesia. Pero en el fondo de estas
relaciones siempre ha habido una perenne utilización de la
espiritualidad de la mujer, para imponerle creencias y dogmas; un
permanente abuso de sus condiciones de sometimiento a reducirla a la
ignoracia, a la obediencia ciega, para cargarla de obligaciones y
complejos de culpa y un persistente sentido de manipulación de su
ser maternal, de su calidadad de procreadora, para privarla de su
propia identidad.
Las concepciones de las religiones, las
manifestaciones de los dioses, no son más que los pensamientos y las
convicciones de los hombres. De este modo, ellos plasmaron en las
diferentes doctrinas religiosas las formas de ver y sentir a la
mujer y sus más poderosos anhelos de reducirla a la dependencia.
Todo el deseo de gozos sexuales que el hombre sentía por la mujer,
lo convirtió en el patrimonio exclusivo de ella, en una especie de
mecanismo de ocultación. Así, el código hindú de Manú se dice que: “
Dios hizo a la mujer naturalmente perversa, enamorada de su lecho,
prendada de su silla, de sus adornos y desordenada en sus pasiones.
En las sociedades primitivas, la tribu estaba
unida en torno a la sangre. Los problemas éticos y e sexuales
estaban referidos a la endogamia o a la exogamia del grupo, es decir
a la posibilidad de elegir mujer dentro o fuera del grupo y ésta, a
su vez, estaba intrínsecamente relacionada con la consanguinidad y
mas estrictamente con la importancia de la sangre para la comunidad
primitiva. “La sangre es el verdadero patrimonio común de la tribu.
Cualquier circunstancia que la haga fluir del cuerpo se considera
maléfica y es sospechoso el individuo por cuya “causa” se produce:
hemorragias, heridas, reglas, partos. La sangre de la mujer es la
más maléfica de todas; las mujeres menstruantes son objeto de un
tabú general, tanto en la Sangrada Escritura – bajo otro punto de
vista- como en las sociedades primitivas donde se les veda todo tipo
de actividades: acercarse a los guerreros, a los cazadores, tocar
las armas o los instrumentos de pescar”.
El derramamiento de sangre siempre ha sido una
señal de peligro, una imagen que llena de miedo. La sangre menstrual
de las mujeres causó siempre verdadero terror a los hombres. De ahí
que en la mayoría de las sociedades antiguas existieron múltiples
prejuicios relacionados con la menstruación.
En Roma, por ejemplo, se las acusaba de ser la
causa de que el vino saliera de mala calidad, o que se echara a
perder la cosecha de trigo o de frutas, o también de matar a las
abejas y de hacer abortar a los animales domésticos. Y aún hoy,
superviven en algunas culturas los mismos prejuicios, que se
reflejan en determinadas prohibiciones, como la de que la mujer
menstruante no puede hacer tortas o pasteles, porque no crecería la
levadura, o que no debe sembrar plantas porque no retoñarán, o que
no debe
Cortar el cabello porque se echará a perder o
que no debe tener relaciones sexuales durante su período porque
puede producir enfermedades a su pareja.
Partiendo de este primitivo tabú, la mayoría de
las religiones occidentales consideraron a la mujer como un ser
inferior, peligroso o impuro. La menstruación era asociada a un
proceso de enfermedad, y fue considerada como algo sucio por la
tradición judía. Según las leyes de Yahvéh, establecidas en sus
orígenes hebreos, toda mujer es impura durante los días de la
menstruación en los días posteriores al parto. Debido a estas
consideraciones, en la sociedad judaica se aislaba a la mujer
durante aquellos días. Ella debía dormir en un lecho aparte y nadie
podía tocarla o tocar sus ropas o yacer con ella, so pena de
contagiarse de su impureza. Después de siete días contados a partir
del término de la regla, la mujer debía hacer dos sacrificios ante
el sacerdote para expiar su pecado” (Exodo 15, 19-31) .
De igual modo, se consideraba impura a la mujer luego del parto,
señalándose que: “Si da a luz un varón la impureza durará una
semana y deberá permanecer en case durante treinta y tres días para
purificarse y “no tocará” nada santo ni entrará en el santuario
hasta que se cumplan los días de su purificación”. Si diere a luz a
una hija, por el contrario, “será impura durante dos semanas y
permanecerá en casa sesenta y seis días más para purificarse de la
sangre” (Exodo: 12, 1-8) . Pasado este tiempo, ella deberá presentar su hijo al sacerdote y ofrecer un holocausto para
expiación de su “pecado”.
De este modo, la concepción y el parto no eran
vistas como parte de un proceso maravilloso y extraordinario, por el
cual una mujer daba a luz una nueva vida, sino que era apreciado
como un hecho pecaminoso, que volvía impura a la mujer, derivándose
de ello la concepción de que los seres humanos venimos al mundo de
una manera indigna.
Posteriormente, en el período medieval, la
iglesia católica asumirá esos prejuicios judaicos, a los que serán
exacerbados por el ambiente ascético y misógino de la vida
religiosa, caracterizado por una profunda repugnancia hacia el
cuerpo humano, hacia el amor entre hombres y mujeres y hacia la
sexualidad. “Inocencio III en “De contemptu mundi”, describe con
pluma iracunda el origen maligno, despreciable y satánico del
hombre: “Formado de asquerosísimo semen concebido con desazón de la
carne, nutrido con sangre menstrual, que se dice es tan detestable e
inmunda que en su contacto no germinan los frutos de la tierra y
sécanse los arbustos, y si los perros comen de ella, cogen rabia.
La religión judeo - cristiana, los prejuicios
feudales y la conciencia misógina de los grandes “teólogos” de la
Iglesia, crearon y difundieron un conjunto de creencias y
disposiciones que sentaron las bases de la inferioridad social de la
mujer. Según el modo de pensar eclesiástico, las mujeres eran
moralmente dañadas y mentalmente inferiores al hombre, resultaban
particularmente inclinadas al mal y eran débiles frente
A las tentaciones del maligno, lo que las
volvía naturales agentes del demonio. Siguiendo tal lógica, estas
características volvían necesario ubicarlas bajo la tutela
masculina, fuese del padre, el hermano, el esposo o el sacerdote.
San Pablo, en su carta a los Efesios, señalaba: “Las mujeres
sométanse a los propios maridos como el Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es la
cabeza de la Iglesia… como la Iglesia está sometida a Cristo, así
también las mujeres a su marido en
Todo (Efesios: 5, 22 – 31) . Fue el mismo Pablo
quien consagró en el ritual católico la usanza de la cabeza
descubierta para los hombres, en el templo, y la cabeza cubierta
para las mujeres, como símbolo de su impureza original.
Estos prejuicios sobre la mujer, vertidos ya en
el Antiguo Testamento, marcaron para siempre el ominoso destino del
sexo femenino, cubriéndolas de culpa por un supuesto “pecado
original”, a partir del cual se justificaban los dolores del parto
como un castigo divino y la sujeción de la mujer al hombre como un
imperativo social. Dichas concepciones, impuestas por la religión,
llenaron a las mujeres de vergüenza hacia su propio cuerpo y sus
funciones biológicas, al ser consideradas impuras y sucias por
razones del flujo menstrual y del parto, y hasta por poseer una
apariencia corporal que despertaba el erotismo de los hombres. Estos
elementos configuraron un “complejo de culpa” inmanente en las
mujeres, que se va estructurando y echando raíces desde que son
pequeñas.
Una dilatada literatura misógina cristiana se
encargó de implantar esa culpabilidad de la mujer, cargándola para
siempre con el pesado fardo de aquel “pecado original”, relatado en
la fábula judeo - cristiana sobre la creación del hombre. San
Agustín consagró a las mujeres como las responsables de la pérdida
del paraíso. Tertuliano, dijo; “Mujer debieras ir vestida de luto y
andrajos, presentándote como una penitente anegada en lágrimas,
redimiendo así la falta de haber perdido al género humano. Tú eres
la puerta del infierno, tú fuiste la que rompió los sellos del árbol
vedado, tú la primera que violaste la ley divina, tú la que
corrompiste a aquel a quien el diablo no se atrevía a atacar de
frente; tú fuiste la causa de que Jesucristo muriera. (La
Liberación, op. Cit.pag. 44).
Santo Tomás de Aquino sentenció que “la mujer es una mala hierba que
crece rápidamente. Es una persona incompleta cuyo cuerpo alcanza su
desarrollo completo más rápidamente sólo porque es de menos valor y
porque la naturaleza se ocupa menos de él”. Toda esta misoginia de
la Iglesia y sus prelados llevaron a que, recién en el siglo
IV, el Concilio de Macón aprobase por un
estrecho margen de votos la declaratoria de que las mujeres sí
tenían alma.
Ese conjunto de prejuicios impuestos por la
Iglesia terminó instalado en el subconsciente colectivo de hombres y
mujeres, quienes los fueron repitiendo de generación en generación,
hasta convertirlos en parte de una sólida cultura patriarcal,
sexista y discriminatoria
Jenny Londoño López. Las Mujeres y la Iglesia en la Audiencia de Quito.
cds@ecuanex.apc.org
LA FEMINIDAD SE APRENDE EJERCIENDOLA Y SE PIERDE IDIOTIZANDOLA.
Miembra no existe en el Diccionario de la Real Academia
Española. En nuestra gramática, hay palabras con género masculino
o femenino y palabras que, aunque gramaticalmente sean
consideradas de determinado género, en la realidad no se refieren a
género alguno.
Por ejemplo, niño es del género masculino y niña es
del género femenino. Pero "persona", aunque gramaticalmente
es del género femenino, no se refiere a algo real "femenino" sino
que se refiere al individuo de especie humana, sea hombre o mujer.
Sin embargo, para las feministas progresistas "miembras" o "simpatizantas"
de la lobbia europea de mujeres. Miembra es la individua que
forma parte de una conjunta, comunidad o cuerpa moral. Es decir,
para que se entienda, si decimos que uno es miembro de una familia,
ahora debe decirse que una es "miembra" de una familia y los chicos
deberán decir, nos parece justo, que son miembros de un familio
(porque género tienen todos, hombres y mujeres).
De este modo, se ha de proceder a una profunda revisión de todo el
diccionario español porque el machismo histórico ha llenado nuestro
léxico de vocablos sexistas que debemos corregir si no queremos caer
en el más profundo anatema del feminismo de la lobbia europea de
mujeres. De hecho, sabemos que hay expertos que se han leÍdo de cabo
a rabo el Estatuto de Andalucía, el nuevo, a la caza de sexismos
terribles y agresivos para las sufridas mujeres andaluzas.
Claro, pero entonces deberemos llamar a la mano, "mana"
cuando sea una "miembra" de la cuerpa de una mujer; al pelo, pela;
al brazo, braza; al hombro, hombra; al culo femenino,
sencillamente cula y al c....coña, y no es coña. Y en
justa correspondencia, los varones podrán llamar "picho", "pollo" y
"vergo", por ejemplo, al más prominente de sus atributos sexuales.
Y para terminar recordemos a Clara Campoamor (que no fue feminista
sino demócrata liberal) que dijo en referencia al voto femenino: "La
libertad se aprende ejerciéndola": Y añadimos nosotros:
"Y se pierde idiotizándola".
Por: Andalucía libre.
LAS MUJERES Y LA VIDA
MONASTICA
¿Reclusión o Escape?
La Sociedad colonial quiteña era profundamente
mística y en ella los prelados, obispos y curas de toda laya poseían
un papel preponderante. Esta importancia de la iglesia se reflejaba
hasta en la arquitectura de las ciudades, que , siendo relativamente
pequeñas, estaban no obstante repletas de Iglesias, capillas y
conventos, que eran generalmente los edificios más ostentosos de la
ciudad y aun superaban a los correspondientes de la administración
colonial.
La sociedad tenía sus fundamentos filosóficos e ideológicos en las
concepciones judeocristianas y profundamente patriarcales de la
época. Ellas conllevaban un estricto control de la moralidad de las
mujeres, sobre todo de las mujeres españolas de las clases altas. La
moralidad española era dual, pues para el imaginario colectivo
español había unas mujeres de primera, que eran las españolas y
criollas, y unas mujeres de segunda: las indias, mestizas, mulatas y
negras. Las primeras eran respetables, y las segundas, carne de
cañón, al alcance de cualquier cristiano que las apeteciera.
Entre los diferentes aspectos que con lleva una
sociedad patriarcal y tradicional, están también formas de tutelaje
o protección de las femeninas. Una de las razones que incrementó la
presencia de las mujeres en los conventos fue la imposibilidad de
que todas accediesen a un buen matrimonio, entre otras cosas por la
erosión económica que significaba la dote de cada una de las hijas.
Algunas de ellas debían pues, optar por la reclusión conventual, que
era el único medio de conservar el respeto y la consideración del
entorno y continuar siendo mujer soltera.
Debido a la demanda de estos lugares, destinados al recogimiento de
las mujeres, en el año 1581 hubo el reconocimiento formal de algunos
conventos en la Audiencia de Quito.
En el Monasterio de Santa Catalina de Sienta todas sus integrantes
eran mujeres de familias principales, ya que sólo las mujeres
españolas o criollas podían acceder a la vida religiosa.
A los conventos no podía ingresar indígenas ni
negras en calidad de religiosas. Con el tiempo, las monjas las
empezaron a llevar como sus criadas solo a mujeres de la raza negra.
A las Indígenas se les rechazó de plano hasta en las “cristianas y
católicas” órdenes religiosas y si alguna vez se les admitió en los
conventos fue únicamente como sirvientas. Cuando algunas indias
nobles quisieron seguir la profesión de monjas, ante la
imposibilidad de ser admitidas por las españolas y criollas,
tuvieron que fundar en Lima su propio beaterio de indias, bajo el
patronato de la Virgen de Copacabana.”.
Otro ejemplo de la discriminación a las mujeres
indígenas y negras en los conventos de Lima es el que se produjo
cuando “los opulentos Astolpico regalaron dos cuarteles o manzanas
para la instalación del convento de la Inmaculada Concepción, bajo
la cláusula precisa de que también fueran recibidas algunas
mujeres virtuosas de la aristocracia indígena que, por vocación,
desearán portar los hábitos religiosos con velo negro. Pero una vez
posesionadas del enorme solar y edificios, las monjas criollas allí
enclaustradas, jamás lo permitieron salvo, para que fueran
sirvientas.
En Quito fue destinado un convento para que ingresasen las hijas de
los caciques, ya que éstas no eran recibidas en ninguno de los otros
monasterios de l a ciudad. Este convento era el de Santa Clara. Sin
embargo, las indias nobles, que no eran muchas, decidieron
generosamente abrir las puertas del convento a todas las españolas
que quisieran ingresar. Al poco tiempo las españolas se adueñaron
del convento y decidieron no recibir indias por más nobles que
fuesen. Algunos caciques, disgustados por esta discriminación, se
quejaron al protector de indios y a la Audiencia, pero estas quejas
no fueron debidamente atendidas.
En Quito el principal monasterio era el de la
Concepción. Había 100 monjas las cuales tenían 1.300 indias y
siervas.
Los conventos sirvieron no sólo para garantizar
la “pureza” de muchas de las hijas legítimas de importantes
funcionarios de la colonia, sino también para acoger y criar a las
hijas tenidas fuera de matrimonio. Otras mujeres que ingresaban al
convento lo hacían llevadas por sus propios padres o hermanos, que
atravesaban dificultades económicas y no estaban en condiciones de
garantizarles un matrimonio adecuado.
En los dos monasterios de El Carmen “solo entra
la flor de la nobleza, hijas de titulados: condes, marqueses,
Presidentes, Oidores y personas por el estilo. Dentro no hay más que
monjas legas y fuera, dos administradores y un hombre comprador. Se
observa una estrechísima y exactísima clausura y vida completamente
en común. Siempre han estado dichos Monasterios bajo el cuidado y
dirección de los jesuitas y de sus capellanes.
Solamente hubo un retiro para jóvenes doncellas pobres y seglares,
al cuidado de los Padres Mercedarios.
Jenny Londoño López
Historiadora Ecuatoriana
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